domingo, 24 de marzo de 2013

MEDITACION Nº 818 Sábado 6 de Febrero de 1909. a.m. LA VIEJA DE LOS GANSOS




El cuentecito dice, que estaba una viejecita en un bosque recogiendo yer­bas y bellotas para sus gansos, y que llevaba al hombro un costal lleno de yerba y unas cestas con frutos y parecía que ya no podía más con la carga porque iba encorvada por el peso de ella.
Dice que entonces se le presentó un joven que era conde, y le preguntó cómo podía a sus años trabajar tanto. La viejecita le contestó, que los pobres aguantaban mucho porque no eran como los señoritos que se les caían los brazos porque nunca hacían nada. El conde le dijo que iba a ayudarle para que viera como eso no era así y la viejecita le echó el costal al hombro y le puso un cesto en cada brazo. Primero le dijo, que tardarían en llegar un cuarto de ho­ra; luego, que una hora, y así iba alargando el tiempo y el joven ya no podía dar paso porque dice el cuento que lo que llevaba a cuestas era tan pesado que parecía un costal lleno de piedras y no de yerbas, y sin embargo él no podía soltarlo por más esfuerzos que hacía; luchaba por quitárselo de encima, pero imposible, el saco aquel estaba como unido a su cuerpo, y para aumentar la carga, saltó la viejecita sobre el saco y se sentó en él, y cuando el conde rendido ya se detenía, la vieja le pegaba con un palo y le decía: “Arre”, tratándo­lo enteramente como si fuera burro.
¿Quién podría creer que después de semejante trato fuera capaz de recom­pensarle su trabajo? pero ya hemos visto que sí lo recompensó, y le dijo que no se quejara, que ya vería cómo no le pesaría haberle ayudado.
Llegaron por fin a la casita, y de ella salieron unos gansos que después al fin del cuento, hemos visto que no eran animales sino jóvenes convertidas en gansos, que habían recibido ese castigo por su vanidad y presunción. Esto, hijitas mías, es increíble materialmente, pero sin embargo, no cabe duda que las pasiones convierten al hombre en animal y no en otra cosa.
Con que, hemos visto que la vieja llegó a su casa después de maltratar mucho al pobre conde en recompensa del favor que le había hecho; que ni siquiera le concedió que descansara, sino que inmediatamente le dijo que podía irse pues ella no le había de dar hospitalidad. Hemos visto que había también en la casita, una muchacha horrible que era la que cuidaba a los gansos, y al conde le costó trabajo no reírse a pesar de lo maltratado que estaba, cuando le oyó de­cir a la vieja: –“Vete, hija mía, no sea que el señor conde quede prendado de ti por tu hermosura”.  Y por último, dice el cuento que como recompensa por haberla servido, le dio una caja hecha de una esmeralda y que dentro llevaba unas perlas. El joven aquel emprendió el camino, anduvo errante por el bosque duran­te tres días y llegó a una ciudad desconocida. Se presentó en Palacio solicitando ver a los Reyes, y les ofreció la cajita que la vieja de los gansos le había dado. Dice, que la reina se desmayó al ver el regalo, y al conde lo cogieron y lo pusieron preso, pero cuando la reina lo supo, ordenó que se lo llevaran por­que quería hablar con él a solas. Comenzó aquella reina a contar su historia diciendo que tenía tres hijas, y la última de ellas era un prodigio de hermosura, y además tenía concedida una gracia, la de llorar perlas. Que en una ocasión, el rey, temiendo morirse, quiso dividir el reino entre sus hijas pero quería saber cual de las tres lo amaba más. Llamó a la primera, le preguntó como lo que­ría, y ella le dijo que como al más hermoso de sus vestidos; la segunda respon­dió que lo quería como a los confites más dulces; y la más chica dijo que como la sal. El rey se disgustó mucho al oírlo; pensó que el decirle eso era una falta de respeto, y la mandó matar. Al otro día se la llevaron, la internaron en el bosque, y la reina no había vuelto a saber de ella. Luego, le contó al joven, que la causa de su desmayo había sido el ver esa cajita, pues contenía unas perlas enteramente iguales a las que su hija lloraba, y por eso quería saber de donde las había cogido él pues tal vez eso le serviría para encontrar a su hija. El conde le contó la historia de la vieja de los gansos y prometió acompañar a la reina hasta conseguir encontrar a la princesa. Efectivamente, ya han oído Vds. cómo se pusieron en camino, en el bosque se extraviaron, y allí pudo ver el conde a la muchacha que guardaba los gansos, que se quitaba la careta horri­ble que la cubría y quedaba convertida en una joven hermosísima. Luego, llegan todos a la casita y allí estaba la viejecita, pero la joven no, pues la había mandado a que se cambiara de traje para presentarse delante de sus padres. Ya desde antes le había dicho a la princesa: –“No olvides que hoy se cumplen los tres años de que tú llegaste aquí, y ahora yo voy a recompensar tus servicios y tu obediencia”.
Por último, dice el cuento, que aquella casita se convirtió en un palacio hermosísimo; que la princesa se casó con el conde y tuvo más que la herencia que había perdido. Hasta aquí es el cuento; ahora vamos a ver la aplicación de él para ver qué provecho sacamos.
He pensado, hijas mías, que así como aquel conde caritativo que le ayudó a la viejecita, sentía la carga encima y le pesaba, pero le era imposible desprenderse de ella, así nos pasa a nosotras con los sacrificios que hacemos con tan­to gusto por Dios Ntro. Señor. El sufrimiento es fuerte, no cabe duda; se hace algunas veces pesado y duro es cierto, pero a la vez está unido a nosotras de tal manera, que no podemos desprendernos de él porque la voluntad ya lo ha aceptado, y el que por amor lleva una carga, por pesada que sea sigue adelante siem­pre con ella. Eso nos sucede con los sacrificios que hacemos por la Esclavitud; tal vez si viéramos la Obra triunfante, si todo fuera bonanza y prosperidad, no la amaríamos tanto como la amamos ahora que la vemos abatida y despreciada. Al verla así, parece que nos sentimos con más fuerzas para defenderla; que no tole­raríamos que la tocaran; que no podríamos consentir que nos separaran de ella, y sentimos una especie de celo por su gloria que nos hace perseverar más cada día ¿no es cierto esto? ¿No los Esclavos sienten pena en su alma cuando saben que alguno se resiste a amar la Esclavitud, y que no se resuelve a entrar en ella? ¿No todos sufrimos muy contentos y nos parece que lo podemos todo? No cabe duda que las dificultades en lugar de detenernos nos animan; mientras más sufrimien­tos nos proporcionan, más dispuestas estamos a seguir adelante martirizándonos por Dios Ntro. Señor.
Ya saben lo que a mí me movió a poner el Asilo: la necesidad de salvar a unos pobrecitos niños abandonados por su madre. Me hacía sufrir muchísimo ver a esas pobres criaturitas solas, sin tener a quien volver sus ojos. Ahí tienen Vds. ya la primera carga que tenemos necesidad de llevar encima: el alimento para esos pobres niños; ese es el saco del conde que no podía soltar a pesar de sentirlo tan pesado. Luego, la viejecita que salta encima, ¿no les parece que puede ser el prójimo al que tenemos que llevar a cuestas toda la vida? Si amamos a Dios, si por El trabajamos, si queremos darle gloria, hemos de tolerar a los de­más, los hemos de tratar bien, hemos de tener dulzura y suavidad para responder después que nos hayan maltratado. El amor al prójimo es el que hace a uno santo, no cabe duda.
¡Qué hermoso es ver a un Sacerdote, por ejemplo, aguantando a los chicos a todas horas; enseñándolos, desvelándose por ellos aunque le paguen mal; toleran­do sus imprudencias, sus faltas de respeto, sus distracciones en el estudio; el que en lugar de aprovechar el tiempo como él quisiera para que pronto dieran fruto, ellos se disipan, se dicen pesadeces, se ponen sobre nombres, se dicen uno al otro: –“El Obispo, el tigre, Soriano, el torero”, y todo lo que se les ocurre, y en medio de todo eso, el Esclavo siempre dulce, abnegado, lleno de paciencia, sin soltar la carga aún cuando en ciertos momentos le parezca pesada. ¿Y por qué no la suelta? porque ya no puede; porque el sufrimiento forma parte de su vida y ya no podría ser feliz sin él; quisiera como el conde tener unos momentos de descanso; quisiera no sentirse agobiado por la fatiga; pero no quiere soltar la carga, eso no. Se detiene un poco para tomar aliento, y sigue su camino.
¿No es así la historia de todas Vds.? ¿no cargan a cuestas con todos los defectos de las niñas? ¿no toleran al prójimo? ¿no después de todo eso, se encuen­tran con el palo de los mismos a quienes ayudan? ¿no tienen también a su mamá que siempre les está diciendo: “Arre, adelante, no se queden atrancadas, cami­nen deprisa aunque descansen, trabajen, que luego no les pesará la recompensa”?
Ya ven, hijas mías, aquel joven ¡qué recompensa tuvo! y aquella niña que trabajó tres años, siempre sumisa y obediente ¿qué perdió? un reino de la tie­rra. ¿Qué encontró? otro reino más valioso que el de su padre, comprado con la riqueza de aquellas perlas que había llorado; y encontró también un príncipe virtuoso que la supo hacer feliz. No olviden nunca que las lágrimas del sufri­miento, las lágrimas de la tribulación, son perlas hermosísimas a los ojos de Dios Ntro. Señor, y de tanto valor, que con ellas podemos comprar el Reino Celestial, y conseguir el título de Princesas, desposándonos con el Rey del Cielo que nos espera con los brazos abiertos para darnos la recompensa prometida.
Le pediremos la bendición a Ntro. Señor, &.

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